18 jun 2015

Narrativa


Ese Hombre
[i] Jaime Panqueva

Para Rubem y Giu.

Esto no es un cuento: es un videoclip. Se escuchan los primeros acordes de un piano, moderato espressivo. Es invierno, la mañana fría de un claro azul celeste. Franz Overbeck, con sombrero y traje del que sólo se ve sobresalir por instantes una leontina dorada, cruza a paso veloz la plaza sin volverse para apreciar el magnificente palacio Carignano. Desde su punto de vista observamos la esquina de la vía Carlos Alberto, el edificio gris con algunos restos de nieve en las cornisas se acerca para permitirnos entrar por un orificio en los postigos cerrados del tercer piso. En medio de una ensalada de folios y periódicos yace en el suelo un hombre en ropa interior de la época, es el 11 de enero de 1889. Más por su bigote hirsuto y descomunal que por su melena enmarañada, constatamos la identidad del filósofo Friedrich Nietzsche, su cabeza vibra al ritmo de un delirio frenético. Su apariencia nos permite deducir que no se ha bañado ni afeitado en varios días. Las notas del piano que escuchamos galopan sobre las hojas de papel impresas, desperdigadas por toda la habitación. Nietzsche arroja páginas aquí y allá como si deshiciera una margarita libresca. Con mayor rapidez, la música del Himno a la Libertad interpretado por John Bell Young, (Newport Classics, 1992), perseguirá uno de los folios suspendidos en el aire y se posará sobre él; es un ejemplar de prueba de Nietzsche contra Wagner: “Ya en el verano de 1876, a mediados de temporada de los primeros Festivales, tuvo lugar dentro de mí una despedida de Wagner.”
La imagen adquiere una pátina de antigüedad en tono sepia, algo entrecortado, para indicarnos que haremos un flashback. En él, veremos a un Nietzsche al inicio de la treintena, sentado en una hilera vacía de butacas del Festspielhaus de Bayreuth, su cara refleja disgusto. Poco más allá, en el foso de la orquesta, Wagner aconseja a los cantantes disfrazados de Siegfried y Brünnhilde. El peñasco rodeado de fuego amenaza con incendiar todo el local. La cámara vuelve a girar para mostrarnos a un par de críticos sentados algunas bancas más adelante del filósofo mientras se voltean para fulminarlo con la mirada. Entre la ira y el desprecio, Nietzsche se levanta y busca la salida. Descorre una pesada cortina para salir al foyer que cae sobre la pantalla y permite hacer una rápida transición sobre el negro: Esa misma noche Nietzsche ataviado con su mejor traje interpreta el piano con un apasionamiento desmesurado en la casa de la familia Wagner. Como es propio de los videos musicales, las teclas oprimidas por sus dedos se solapan con exactitud con las que escuchamos. La cámara gira para un plano de grupo, entre los asistentes reconocemos a los anfitriones, Richard y Cósima, y a los dos críticos del teatro.  Todos visten de negro. La cámara se ceba en particular con un hombre de levita y monóculo que contiene con dificultad un bostezo. Wagner parece recordar algo, se levanta y sale del salón. Lo seguimos hasta un patio exterior, se recuesta contra la pared y lo vemos reír a carcajadas, así como lo comentó Hans Richter en un episodio de sus memorias.
Un cambio de ritmo nos permite regresar a Turín. La tonalidad sepia ha desparecido, Franz Overbeck cruza el umbral del número seis de la Via Carlos Alberto. El señor Davide Fino, casero de Nietzsche, gesticula y sacude los brazos mientras cierra la puerta tras él y le indica el camino hacia la escalera. Ambos se precipitan peldaños arriba. Al salir de la toma, la cámara se posa en un piano de cola que reina en el centro del salón de la planta baja. Sobre éste, se superpone la silueta de Nietzsche cuando a los quince años funda la asociación Germania junto a sus amigos Wilhelm Pinder y Gustav Krug, con quienes componía e interpretaba sus composiciones. Esta nueva retrospectiva saltará de año en año para mostrarlo como un adolescente en el Gymnasium de Pforta, estudiante de teología después, y por último, en Leipzig, donde a despecho de su familia, que desea verlo convertido en un pastor protestante como lo fue su padre, se sumerge en la filología clásica. Vemos madurar a Nietzsche junto al piano, algunas veces tocando como lo hizo para deleite de los demás inquilinos de la familia Fino. “Sin la música la vida no tendría sentido[1], escribirá junto a un piano con su pluma estilográfica. Regresamos tras una cortinilla veloz al tiempo actual. El filósofo encerrado todavía en su recámara pergeña en su escritorio algunas líneas. Otra carta delirante, como las que ha enviado en la última semana, el motivo de que Franz Overbeck, a punto de coronar las escaleras, haya venido a buscarlo por encargo de Jacob Burckhardt, rector de la universidad de Basilea, de donde Nietzsche se jubiló de su cátedra anticipadamente por sus múltiples enfermedades. Nietzsche tiene cuarenta y cuatro años y  lleva casi una década pensionado. “Y en lo tocante a mi larga enfermedad, ¿no le debo indeciblemente mucho más que a mi salud? Le debo una salud superior; ¡una salud tal, que ante todo lo que no le mata, se hace más fuerte!”[2]
Los pasos acelerados de su amigo y el casero lo obligan a interrumpir la escritura. Llaman a la puerta, pero él no atiende. Overbeck trata de forzarla y al empujar la perilla, una nota se desliza del bolsillo de su abrigo; es una Wahnsinnszettel[3], Nietzsche ha escrito y enviado varias de ellas desde el día del incidente. El folio doblado se abre al hacer contacto contra el piso de losa a cuadros, la cámara baja en picado sobre el texto: “El mundo está radiante, pues Dios está sobre la Tierra. ¿No ve usted cómo se alegran todos los cielos? Yo acabo de tomar posesión de mi imperio, arrojaré al Papa a la cárcel y haré fusilar a Guillermo, Bismarck y Stöcker. El Crucificado”. En otra carta dirigida a Bruckhardt, Nietzsche se presenta como creador del mundo, ¿se refería a aquél en el que existimos, o al nuevo que se ha abierto a través de su filosofía?
Volvamos a la pantalla: la  puerta se abre y vemos al enfermo que se agazapa sobre un sillón para luego levantarse con solemnidad y saludar como Vittorio Emanuel.  Davide Fino corre a abrir las ventanas, Overbeck no puede evitar que una lágrima se escape al ver a su amigo, el mismo que unos meses atrás había superado sus enfermedades y le escribía muy animado por lo bien que lo recibía Turín; el mismo que en menos de un año terminó de escribir sus últimos cinco libros[4] que serán su legado y testamento. Los presagios sobre el delicado estado mental de Nietzsche se han cumplido, está sumido en la locura que, aún no lo sabe, lo acompañará hasta la muerte.
La señora Fino, Cándida, entra también en la recámara y se acerca a Overbeck con agua de bromo para calmar los nervios del filósofo. Junto a su marido colabora con el aseo del orate. En una secuencia por intercortes, acompañada por la música más lúdica del himno, vemos cómo se baña, rasura y viste mientras habla a gritos como si diera un discurso. Le ayudan a bajar las escaleras, ora balbuceante, ora aguerrido. Al llegar cerca del piano de la planta baja se desliga del abrazo y se hinca junto al instrumento para acariciarlo, y susurrarle algunas palabras de consuelo. Una cortinilla lenta nos traslada a la mañana del 3 de enero, el día del incidente: Nietzsche vestido con pulcritud cruza la plaza Carlo Alberto en dirección opuesta a su vivienda. Frente al café de la plaza un cochero se detiene. Su caballo famélico se niega a trabajar. La fusta bate sin cesar el lomo azabache del cuadrúpedo. Nietzsche pierde la compostura, algo se ha roto en su interior, corre a abrazarse al cuello del jamelgo, su sombrero rueda sobre la nieve incipiente. El carretero, en un principio demasiado absorto para evitar que el filósofo con febril insistencia acaricie y bese al animal en cada una de sus mataduras, empieza a perder la paciencia pues tras el primer insulto, disumano massacratore, el tudesco empieza a añadir otros menos delicados. La gente comienza a reunirse alrededor. Por fortuna, el señor Fino llega de forma providencial para retirar al hombre trastornado. De la misma manera, mediante un fundido encadenado, se superpone la imagen mientras retira a Nietzsche de la pulida superficie del piano. Ese hombre ya no puede hablar, el genio ha perdido de momento la capacidad de articular las palabras. Sin embargo, con la mirada rota le pide a Overbeck que lo deje sentarse para tocar una última pieza. Su amigo concede.
Escena final: antes de ser llevado a Basilea como inicio de su deambular por instituciones psiquiátricas, Nietzsche toca el piano, quizás recordando las sinceras críticas de Hans von Bülow a su Meditación de Manfred, catalogada como “una aberración en el plano de la composición musical… ¿Es esto una broma o una parodia de la música del futuro? La digitación pierde fuerza, como si tocara los últimos acordes de Ecos de una noche de San Silvestre[5] y por ello, probablemente ahora recuerda a las mujeres que despreciaron sus propuestas matrimoniales, Mathilde Trampedach o Lou Salomé, o a su amada Cósima a quien en una Wahnsinnszettel llamó su amada princesa Ariadna; la misma a quien dedicó esa composición de piano, objeto de burla del minotauro antisemita que cohabitaba con ella. Ese Richard Wagner que se atrevió a afirmar por escrito al Dr. Eissner, su médico personal, que los trastornos mentales y físicos de Friedrich Nietzsche obedecían a un exceso de masturbación y, quizás, a una inclinación por la pederastia. Pero él, Soroastro, el filósofo Dionisios, ha sabido ponerlo en su lugar, le ha desenmascarado y las generaciones futuras lo verán con otros ojos. 
Nietzsche se resquebraja de nuevo, desfallece sobre el teclado. Con ayuda lo vemos subir al coche tirado por caballos negros. En un plano general, observamos como el coche abandona Turín por la Porta Nuova. Un zoom para mostrarnos cómo el filósofo con nuevo ímpetu se asoma por la ventanilla para despedirse a los paseantes con el gesto grandilocuente de un monarca. Fundido en blanco y una cita final: “Cabe, así, que seres buenos se malogren camino de lo mejor. Incluso entre los que se lanzan en pos de la propia purificación moral, entre ermitaños y monjes, se dan tales hombres malogrados y del todo enfermos, carcomidos y deshechos por el fracaso”. Wagner en Bayreuth, 1876.
Es posible que esta historia sea más apta para un cuento, una novela o una obra de teatro, pero esto es un videoclip[6], que sólo muestra imágenes para despertar apetitos, sin mayor ambición que espolear la superficie y, aunque quizás llegue a generar un deseo de profundidad, este limitadísimo medio nunca podrá satisfacerlo, menos ahora que las letras empiezan a difuminarse en la pantalla y la música nos anuncia que John Bell Young está por ejecutar el último acorde.


[1] Crepúsculo de los Ídolos.
[2] Wagner en Bayreuth.
[3] Notas de la locura o cartas delirantes que Nietzsche escribió al iniciar su etapa de locura diferentes destinatarios: Cósima Wagner, el Papa y rey de Italia entre muchos otros. Una parte de ellas se ha perdido.
[4] El Anticristo, El caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos,  Ecce homo y Nietzsche contra Wagner
[5] Nachklang einer Sylvesternacht. Pieza escrita por Nietzsche hacia finales de 1871 en honor de Cósima, quien tras abandonar a von Bülow llevaba cinco años viviendo con Richard Wagner.
[6] Por cierto, los videoclips carecen de notas a pie de página.



[i] Bogotano nacido en año aciago de 1973. Desde 1998 reside fuera de su país, trasegó por Alemania y España, para finalmente residir en México. Ganador del premio nacional Juan Rulfo de primera novela 2009 Conaculta-INBA, publicado en el 2011 por Grupo Planeta bajo el nombre de La rosa de la China. Su colección de cuentos El final de los tiempos apareció bajo el sello Nortestación en 2012. Ha colaborado en las revistas literarias Letras Libres, Los Suicidas, UNI-Diversidad de Puebla y Parteaguas de Aguascalientes. Colaborador habitual del diario El Espectador de Colombia, de Hebdomadario, en el Diario del Istmo, Coatzacoalcos. Reside en Irapuato donde publica una columna de opinión semanal en El sol de Irapuato, y en el portal de noticias Zona Franca.mx.  

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