Ese Hombre
[i] Jaime Panqueva
Para Rubem y Giu.
Esto no es un cuento: es un
videoclip. Se escuchan los primeros acordes de un piano, moderato espressivo. Es invierno, la mañana fría de un claro azul
celeste. Franz Overbeck, con sombrero y traje del que sólo se ve sobresalir por
instantes una leontina dorada, cruza a paso veloz la plaza sin volverse para
apreciar el magnificente palacio Carignano. Desde su punto de vista observamos
la esquina de la vía Carlos Alberto, el edificio gris con algunos restos de
nieve en las cornisas se acerca para permitirnos entrar por un orificio en los
postigos cerrados del tercer piso. En medio de una ensalada de folios y
periódicos yace en el suelo un hombre en ropa interior de la época, es el 11 de
enero de 1889. Más por su bigote hirsuto y descomunal que por su melena
enmarañada, constatamos la identidad del filósofo Friedrich Nietzsche, su
cabeza vibra al ritmo de un delirio frenético. Su apariencia nos permite
deducir que no se ha bañado ni afeitado en varios días. Las notas del piano que
escuchamos galopan sobre las hojas de papel impresas, desperdigadas por toda la
habitación. Nietzsche arroja páginas aquí y allá como si deshiciera una
margarita libresca. Con mayor rapidez, la música del Himno a la Libertad interpretado por John Bell Young, (Newport
Classics, 1992), perseguirá uno de los folios suspendidos en el aire y se
posará sobre él; es un ejemplar de prueba de Nietzsche contra Wagner: “Ya en el verano de 1876, a mediados de
temporada de los primeros Festivales, tuvo lugar dentro de mí una despedida de
Wagner.”
La imagen adquiere una pátina de
antigüedad en tono sepia, algo entrecortado, para indicarnos que haremos un
flashback. En él, veremos a un Nietzsche al inicio de la treintena, sentado en
una hilera vacía de butacas del Festspielhaus
de Bayreuth, su cara refleja disgusto. Poco más allá, en el foso de la
orquesta, Wagner aconseja a los cantantes disfrazados de Siegfried y
Brünnhilde. El peñasco rodeado de fuego amenaza con incendiar todo el local. La
cámara vuelve a girar para mostrarnos a un par de críticos sentados algunas
bancas más adelante del filósofo mientras se voltean para fulminarlo con la
mirada. Entre la ira y el desprecio, Nietzsche se levanta y busca la salida.
Descorre una pesada cortina para salir al foyer que cae sobre la pantalla y
permite hacer una rápida transición sobre el negro: Esa misma noche Nietzsche
ataviado con su mejor traje interpreta el piano con un apasionamiento
desmesurado en la casa de la familia Wagner. Como es propio de los videos
musicales, las teclas oprimidas por sus dedos se solapan con exactitud con las
que escuchamos. La cámara gira para un plano de grupo, entre los asistentes
reconocemos a los anfitriones, Richard y Cósima, y a los dos críticos del
teatro. Todos visten de negro. La cámara
se ceba en particular con un hombre de levita y monóculo que contiene con
dificultad un bostezo. Wagner parece recordar algo, se levanta y sale del
salón. Lo seguimos hasta un patio exterior, se recuesta contra la pared y lo
vemos reír a carcajadas, así como lo comentó Hans Richter en un episodio de sus
memorias.
Un cambio de ritmo nos permite
regresar a Turín. La tonalidad sepia ha desparecido, Franz Overbeck cruza el
umbral del número seis de la Via Carlos Alberto. El señor Davide Fino, casero
de Nietzsche, gesticula y sacude los brazos mientras cierra la puerta tras él y
le indica el camino hacia la escalera. Ambos se precipitan peldaños arriba. Al
salir de la toma, la cámara se posa en un piano de cola que reina en el centro
del salón de la planta baja. Sobre éste, se superpone la silueta de Nietzsche
cuando a los quince años funda la asociación Germania junto a sus amigos Wilhelm Pinder y Gustav Krug, con
quienes componía e interpretaba sus composiciones. Esta nueva retrospectiva
saltará de año en año para mostrarlo como un adolescente en el Gymnasium de
Pforta, estudiante de teología después, y por último, en Leipzig, donde a
despecho de su familia, que desea verlo convertido en un pastor protestante como
lo fue su padre, se sumerge en la filología clásica. Vemos madurar a Nietzsche
junto al piano, algunas veces tocando como lo hizo para deleite de los demás
inquilinos de la familia Fino. “Sin la música la vida no tendría sentido”[1],
escribirá junto a un piano con su pluma estilográfica. Regresamos tras una
cortinilla veloz al tiempo actual. El filósofo encerrado todavía en su recámara
pergeña en su escritorio algunas líneas. Otra carta delirante, como las que ha
enviado en la última semana, el motivo de que Franz Overbeck, a punto de
coronar las escaleras, haya venido a buscarlo por encargo de Jacob Burckhardt,
rector de la universidad de Basilea, de donde Nietzsche se jubiló de su cátedra
anticipadamente por sus múltiples enfermedades. Nietzsche tiene cuarenta y
cuatro años y lleva casi una década
pensionado. “Y en lo tocante a mi larga enfermedad, ¿no le debo indeciblemente
mucho más que a mi salud? Le debo una salud superior; ¡una salud tal, que ante
todo lo que no le mata, se hace más fuerte!”[2]
Los pasos acelerados de su amigo
y el casero lo obligan a interrumpir la escritura. Llaman a la puerta, pero él
no atiende. Overbeck trata de forzarla y al empujar la perilla, una nota se
desliza del bolsillo de su abrigo; es una Wahnsinnszettel[3], Nietzsche
ha escrito y enviado varias de ellas desde el día del incidente. El folio
doblado se abre al hacer contacto contra el piso de losa a cuadros, la cámara
baja en picado sobre el texto: “El mundo está radiante, pues Dios está sobre la Tierra.
¿No ve usted cómo se alegran todos los cielos? Yo acabo de tomar posesión de mi
imperio, arrojaré al Papa a la cárcel y haré fusilar a Guillermo, Bismarck y
Stöcker. El Crucificado”. En otra carta dirigida a Bruckhardt, Nietzsche
se presenta como creador del mundo, ¿se refería a aquél en el que existimos, o
al nuevo que se ha abierto a través de su filosofía?
Volvamos a la pantalla: la puerta se abre y vemos al enfermo que se
agazapa sobre un sillón para luego levantarse con solemnidad y saludar como Vittorio Emanuel. Davide Fino corre a abrir las ventanas,
Overbeck no puede evitar que una lágrima se escape al ver a su amigo, el mismo
que unos meses atrás había superado sus enfermedades y le escribía muy animado
por lo bien que lo recibía Turín; el mismo que en menos de un año terminó de
escribir sus últimos cinco libros[4] que serán
su legado y testamento. Los presagios sobre el delicado estado mental de
Nietzsche se han cumplido, está sumido en la locura que, aún no lo sabe, lo
acompañará hasta la muerte.
La señora Fino, Cándida, entra
también en la recámara y se acerca a Overbeck con agua de bromo para calmar los
nervios del filósofo. Junto a su marido colabora con el aseo del orate. En una
secuencia por intercortes, acompañada por la música más lúdica del himno, vemos
cómo se baña, rasura y viste mientras habla a gritos como si diera un discurso.
Le ayudan a bajar las escaleras, ora balbuceante, ora aguerrido. Al llegar
cerca del piano de la planta baja se desliga del abrazo y se hinca junto al
instrumento para acariciarlo, y susurrarle algunas palabras de consuelo. Una
cortinilla lenta nos traslada a la mañana del 3 de enero, el día del incidente:
Nietzsche vestido con pulcritud cruza la plaza Carlo Alberto en dirección
opuesta a su vivienda. Frente al café de la plaza un cochero se detiene. Su
caballo famélico se niega a trabajar. La fusta bate sin cesar el lomo azabache
del cuadrúpedo. Nietzsche pierde la compostura, algo se ha roto en su interior,
corre a abrazarse al cuello del jamelgo, su sombrero rueda sobre la nieve incipiente.
El carretero, en un principio demasiado absorto para evitar que el filósofo con
febril insistencia acaricie y bese al animal en cada una de sus mataduras,
empieza a perder la paciencia pues tras el primer insulto, disumano massacratore, el
tudesco empieza a añadir otros menos delicados. La gente comienza a reunirse
alrededor. Por fortuna, el señor Fino llega de forma providencial para retirar
al hombre trastornado. De la misma manera, mediante un fundido encadenado, se
superpone la imagen mientras retira a Nietzsche de la pulida superficie del
piano. Ese hombre ya no puede hablar, el genio ha perdido de momento la
capacidad de articular las palabras. Sin embargo, con la mirada rota le pide a
Overbeck que lo deje sentarse para tocar una última pieza. Su amigo concede.
Escena final: antes de ser
llevado a Basilea como inicio de su deambular por instituciones psiquiátricas,
Nietzsche toca el piano, quizás recordando las sinceras críticas de Hans von
Bülow a su Meditación de Manfred,
catalogada como “una aberración en el plano de la composición musical… ¿Es esto
una broma o una parodia de la música del futuro?” La digitación pierde fuerza, como si tocara los últimos acordes
de Ecos de una noche de San Silvestre[5]
y por ello, probablemente ahora
recuerda a las mujeres que despreciaron sus propuestas matrimoniales, Mathilde
Trampedach o Lou Salomé, o a su amada Cósima a quien en una Wahnsinnszettel llamó su amada princesa
Ariadna; la misma a quien dedicó esa composición de piano, objeto de burla del
minotauro antisemita que cohabitaba con ella. Ese Richard Wagner que se atrevió
a afirmar por escrito al Dr. Eissner, su médico personal, que los trastornos
mentales y físicos de Friedrich Nietzsche obedecían a un exceso de masturbación
y, quizás, a una inclinación por la pederastia. Pero él, Soroastro, el filósofo
Dionisios, ha sabido ponerlo en su lugar, le ha desenmascarado y las
generaciones futuras lo verán con otros ojos.
Nietzsche se resquebraja de
nuevo, desfallece sobre el teclado. Con ayuda lo vemos subir al coche tirado
por caballos negros. En un plano general, observamos como el coche abandona
Turín por la Porta Nuova. Un zoom para mostrarnos cómo el filósofo con nuevo
ímpetu se asoma por la ventanilla para despedirse a los paseantes con el gesto
grandilocuente de un monarca. Fundido en blanco y una cita final: “Cabe, así,
que seres buenos se malogren camino de lo mejor. Incluso entre los que se
lanzan en pos de la propia purificación moral, entre ermitaños y monjes, se dan
tales hombres malogrados y del todo enfermos, carcomidos y deshechos por el
fracaso”. Wagner en Bayreuth, 1876.
Es posible que esta historia sea
más apta para un cuento, una novela o una obra de teatro, pero esto es un
videoclip[6], que sólo
muestra imágenes para despertar apetitos, sin mayor ambición que espolear la
superficie y, aunque quizás llegue a generar un deseo de profundidad, este
limitadísimo medio nunca podrá satisfacerlo, menos ahora que las letras
empiezan a difuminarse en la pantalla y la música nos anuncia que John Bell Young
está por ejecutar el último acorde.
[1]
Crepúsculo de los Ídolos.
[2]
Wagner en Bayreuth.
[3]
Notas de la locura o cartas delirantes que Nietzsche escribió al iniciar su
etapa de locura diferentes destinatarios: Cósima Wagner, el Papa y rey de
Italia entre muchos otros. Una parte de ellas se ha perdido.
[4]
El Anticristo, El caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos, Ecce homo y Nietzsche contra Wagner
[5]
Nachklang einer Sylvesternacht. Pieza
escrita por Nietzsche hacia finales de 1871 en honor de Cósima, quien tras
abandonar a von Bülow llevaba cinco años viviendo con Richard Wagner.
[6]
Por cierto, los videoclips carecen de notas a pie de página.
[i] Bogotano nacido en año aciago de
1973. Desde 1998 reside fuera de su país, trasegó por Alemania y España, para
finalmente residir en México. Ganador del premio nacional Juan Rulfo de primera novela 2009 Conaculta-INBA, publicado en el 2011 por Grupo Planeta bajo el nombre de La
rosa de la China. Su colección de cuentos El final de los tiempos apareció bajo el sello Nortestación en 2012. Ha colaborado en las revistas literarias Letras Libres, Los Suicidas, UNI-Diversidad
de Puebla y Parteaguas de
Aguascalientes. Colaborador habitual del diario El Espectador de Colombia, de Hebdomadario,
en el Diario del Istmo, Coatzacoalcos. Reside en Irapuato donde publica una
columna de opinión semanal en El sol de
Irapuato, y en el portal de noticias Zona
Franca.mx.
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