DESPUBLICACIÓN
EN INTERNET[1]
Benjamín
Valdivia
Uno de
los efectos más notorios en la sociedad informatizada es la duración efímera de
sus producciones. En la cultura impresa, los objetos gráficos y documentales
están a merced de la continuidad del soporte que los sustenta. Un antiguo
papiro del Asia Menor está condenado a desaparecer tan pronto como se
deterioren las fibras vegetales que forman su materia o los pigmentos con los
cuales fueron trazados sus signos. Los mensajes quedan sometidos a las intemperies.
Las páginas se pierden en el tiempo, como ha sido verdad respecto de millones
de obras escritas en los siglos pasados que hoy no son ni recuerdos. Quedan,
desde luego, los múltiples escritos e imágenes que desafiaron al transcurso y
lo derrotaron. Así, es posible encontrarse con trazos y manuscritos, dibujos e
inscripciones que antepasados, en otros milenios, tuvieron a bien dejar sobre
la frágil sustancia del papiro, el pergamino, el papel.
Si bien
la inmensa mayoría de lo impreso en esos medios blandos ha cedido ante las
eras, no es menos cierto que se conservan grandes cantidades de ellos, algunos
con una sorprendente integridad. Eso sin considerar lo que fue confiado a la
piedra y se encuentra a la vista después de varias centurias. En todos estos
casos existe el elemento común de estar dotados de una objetividad sólida,
compuestos sobre las superficies, duras o blandas, de sucesivos materiales que
la sociedad encontró apropiados en ciertas etapas de su historia.
Muy
diferente es la situación cuando nos adentramos al mundo digital: sus textos e
imágenes no son cedidos a la objetividad de la materia sólida sino que se
actualizan en cada oportunidad a partir de llamadas informáticas que
reconstituyen sobre una pantalla la presencia, ausencia y variación de unidades
numéricas cuyas cadenas secuenciales se mantienen por magnetismo o por estática
en medios activados con electricidad. Estas fibras electrizadas han sustituido
a la piedra, al pergamino y al papel. Están —valga la realidad de la metáfora—
trazados con luz.
Debemos,
en la condición actual, interrogarnos si acaso alguno de los mensajes trazados
en los medios magnéticos y estáticos a través de cadenas de dígitos será
legible dentro de un milenio o de un siglo. La evidencia física de los manuscritos
antiguos y de los libros del siglo XVI nos permite evocar y deducir cosas
relativas al momento en que se compusieron. Por su edad tan breve, las
composiciones digitales todavía no nos confieren datos suficientes sobre su
perduración. Pero sí estamos en posición de atender a algunas de las señales
del presente.
Supongamos,
para fines prácticos, que la era digital nace con el lanzamiento de la
computadora personal, en los años ochenta. En tres décadas el panorama es
dinámico e interesante. Ha crecido como nunca el número de personas volcadas a
pergeñar trazos digitales sobre las fibras eléctricas y las fibras ópticas.
Pero sus formatos y códigos no encuentran todavía un equilibrio ni una
normalización. Dicho comparativamente, el formato y código de la era de
Gutenberg se convirtió en norma desde la primera edición del invento. Aunque
los procedimientos se han modificado, el eje de la cultura impresa es la página
plana en la que se sitúan pigmentos con afán de significación. La Biblia
producida por el padre de la imprenta es objetual y significativamente
semejante a la Biblia más reciente impresa por el más nuevo de los industriales
de esta especialidad: es la reunión de páginas planas sobre las que se
distribuyeron pigmentos adecuados a lo que se quiere decir.
Los códigos
y formatos de la cultura digital, en cambio, se han desplazado hacia
direcciones diferentes respecto de las primeras etapas del invento, de tal modo
que actualmente es imposible “leer” documentos y gráficos producidos en
aparatos de hace veinte años. O bien en aparatos simultáneos pero con distintas
codificaciones. Y debemos añadir a esto la disputa comercial entre los magnates
de los códigos: deben hacerse cada vez más incompatibles con los demás, de
forma que los usuarios sean sus cautivos. Aunque hay devotos del código
abierto, hasta ahora no es posible una conciliación que augure la semejanza y
transferencia para los usuarios.
En este
sentido, podemos observar el desarrollo de las dos plataformas tecnológicas
dominantes en la computación personal, que continúan por senderos divergentes.
Y, más notorio, el doble rumbo que los opuestos fabricantes de instrumentos
para lectura de textos digitalizados han seguido. Sus formatos son
incompatibles y no se ve que alguno de ellos tenga pensado “permitir” que sus
usuarios puedan leer textos emitidos en el formato del otro.
Más
llamativo resulta que los grandes industriales de la informática puedan incidir
en la vida privada de los usuarios. Recientemente, uno de los gigantes de la
venta de textos digitales intervino en línea los aparatos de sus usuarios y
eliminó una obra que se suponía de circulación ilegal (es decir, no pagada a
ellos). Los usuarios, en esto, se encuentran a merced de los emisores de las
obras y no poseen más que magnetismos y electricidades, pero no las obras
mismas.
En
dirección contraria se encuentra la Internet. Esta Red Mundial permite que
millones de usuarios se conviertan en emisores, puesto que la equivalencia de
la página impresa es la pantalla (la cambiante pantalla). Cada cual que puede
conectarse puede convertirse de inmediato en impresor de sus propios mensajes.
Gutenberg al infinito, el conjunto de usuarios produce telegramas, cartas,
pasquines, periódicos, revistas, libros y enciclopedias que son el acervo más
grande de toda la historia. Nadie es capaz de leer todas las producciones
impresas en las pantallas. Ni siquiera el conjunto de todos los usuarios de la
Red.
Convertidos
en escritores, editores e impresores simultáneos y advenedizos, los usuarios
disponen de todas las variantes que se dan en la cultura impresa. Pero, sobre
todo, disponen de una más: la despublicación.
Cuando, en aquellos tiempos, se imprimían diez mil copias de un texto, había
que perseguir diez mil veces a los poseedores de una copia a fin de conseguir
que la edición se retirara de la cultura. Incluso, en el campo de la ficción,
la quema de libros hecha por el ministro de la iglesia católica en la
biblioteca de don Quijote, resulta solamente simbólica, pues muchos ejemplares
de esas mismas ediciones quedan libres y salvos en manos de otros lectores más
afortunados que el caballero de La Mancha. Fuera de la ficción, la quema de
libros por parte de sucesivos dictadores históricos, ya sea en Alejandría,
Berlín, Madrid o Santiago de Chile, no acaba con la totalidad de los
significados que allí se conservaban, puesto que algunos ejemplares de las
ediciones sobrevivieron en otros sitios.
En la
Red, en cambio, la publicación de un texto puede fácilmente ser seguida de su
inmediata “despublicación”, con lo que desaparecerá absolutamente el significado
en cuestión (a menos que se conserve en otros sitios “espejo” dentro de la Red,
lo cual equivaldría a un ejemplar de la misma edición que se ha salvado).
Millones de lectores pueden ingresar a un sitio virtual a leer algo; pero basta
con la cancelación del ingreso para que se haya borrado el “original” virtual
y, por lo tanto, equivale a haber quemado todos los millones de ejemplares
correspondientes a otros tantos lectores que ya no encontrarán disponible ese
significado. Ahora basta una pequeña acción para desaparecer un texto en la
Red: muere así una edición completa.
Ya sea
por falta de pago, por migración, por una falla en el suministro eléctrico, por
censura, por error o incapacidad técnica, o por otros intereses, los contenidos
virtuales se encuentran a un tris de desaparecer. Claro que, entre tanta
información, no será algo grave que desaparezcan una cuantas páginas o unas
cuantas ediciones, pues al usuario le quedan otros cientos de millones de
sitios para divergir.
De
especial relevancia, por su impacto cultural, es la fluctuante posibilidad de
que un texto sea leído o no en cierto momento. La comunidad académica y de la
cultura, formada en la era de lo impreso, mantiene ciertas normas y costumbres
ya impropias en la era digital. Tomaré dos casos ejemplares para ilustrar este
punto. Por una parte, el mundo académico le concede valor especial a ciertas
publicaciones y a la cita exacta de ciertos enunciados que se hayan dado a
conocer en una publicación. Esto encierra asuntos como acuciosidad, prestigio,
precisión, confiabilidad y otros que se toman como valores positivos para el
avance del saber y de la ciencia. Pero —escrúpulos aparte— el
autor/editor/impresor virtual puede disponer a su gusto de lo que estará
publicado. Así, una publicación científica puede modificar sus contenidos en
cierto detalle dos semanas después de su emisión original, pues notó los datos
del equipo de investigadores de una revista análoga. Quien cite la publicación
por su original tendrá enunciados distintos a los citados de la misma fuente
quince días después. En beneficio y en perjuicio, la ciencia pierde su base
libresca y se vierte a la adenda y el pastiche virtual.
El
segundo ejemplo es más ilustrativo. Las instituciones de la era impresa, para
fomentar la creación novedosa, otorgaban premios a las obras artísticas
inéditas. Los artistas de la era digital compiten por esos premios “despublicando”
sus obras. En esta conexión, encuentro lo siguiente en la bitácora virtual de
un paisano:
Sábado 30
de mayo de 2009. Concursos de Poesía. Siendo
que ya vienen los concursos de Poesía Aguascalientes
2010 y Desiderio Macías Silva, lo
que tenía archivado fue eliminado. Estará de nuevo en línea tan pronto se tenga
la resolución del jurado. / Publicado por Der Vergifteter en 12:09. 0
comentarios. Junio 2009.[2]
¿Una
obra es inédita si se ha publicado en la Red y luego se retira? Tendremos que
acostumbrarnos a nuevos conceptos como “despublicación”, “publicación a la
fecha tal”, “lapso de publicación” y otras cosas semejantes. Tendremos que, una
vez puesto en la Red, al retirar un texto no estamos ante un inédito, sino ante
un despublicado. En vez de “publicado
en 2009” y dejado a la sucesión del medio en que se halle impreso, un texto
puesto en la Red y posteriormente quitado se citará como “lapso de publicación
de enero a junio de 2009”.
Nos
encontramos en el umbral de una era de costumbres movedizas; ¿nuestros
conceptos gutenbergianos deben desaparecer del todo ante esta nueva ética de lo
efímero?
[1] Fragmento del libro Sentidos
digitales y entornos meta-artísticos (Universidad de Guanajuato / Libros a
cielo abierto, Guanajuato, 2009, pp. 53-57).
[2] http://seeleausgift.blogspot.com/2009_05_01_archive.html Consultado en
junio 2009. Si la entrada de esta bitácora ya no existe cuando el lector la
quiera verificar, queda comprobado nuestro argumento.
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