3 sept 2015

ENSAYO



DESPUBLICACIÓN EN INTERNET[1]
Benjamín Valdivia

Uno de los efectos más notorios en la sociedad informatizada es la duración efímera de sus producciones. En la cultura impresa, los objetos gráficos y documentales están a merced de la continuidad del soporte que los sustenta. Un antiguo papiro del Asia Menor está condenado a desaparecer tan pronto como se deterioren las fibras vegetales que forman su materia o los pigmentos con los cuales fueron trazados sus signos. Los mensajes quedan sometidos a las intemperies. Las páginas se pierden en el tiempo, como ha sido verdad respecto de millones de obras escritas en los siglos pasados que hoy no son ni recuerdos. Quedan, desde luego, los múltiples escritos e imágenes que desafiaron al transcurso y lo derrotaron. Así, es posible encontrarse con trazos y manuscritos, dibujos e inscripciones que antepasados, en otros milenios, tuvieron a bien dejar sobre la frágil sustancia del papiro, el pergamino, el papel.
Si bien la inmensa mayoría de lo impreso en esos medios blandos ha cedido ante las eras, no es menos cierto que se conservan grandes cantidades de ellos, algunos con una sorprendente integridad. Eso sin considerar lo que fue confiado a la piedra y se encuentra a la vista después de varias centurias. En todos estos casos existe el elemento común de estar dotados de una objetividad sólida, compuestos sobre las superficies, duras o blandas, de sucesivos materiales que la sociedad encontró apropiados en ciertas etapas de su historia.
Muy diferente es la situación cuando nos adentramos al mundo digital: sus textos e imágenes no son cedidos a la objetividad de la materia sólida sino que se actualizan en cada oportunidad a partir de llamadas informáticas que reconstituyen sobre una pantalla la presencia, ausencia y variación de unidades numéricas cuyas cadenas secuenciales se mantienen por magnetismo o por estática en medios activados con electricidad. Estas fibras electrizadas han sustituido a la piedra, al pergamino y al papel. Están —valga la realidad de la metáfora— trazados con luz.
Debemos, en la condición actual, interrogarnos si acaso alguno de los mensajes trazados en los medios magnéticos y estáticos a través de cadenas de dígitos será legible dentro de un milenio o de un siglo. La evidencia física de los manuscritos antiguos y de los libros del siglo XVI nos permite evocar y deducir cosas relativas al momento en que se compusieron. Por su edad tan breve, las composiciones digitales todavía no nos confieren datos suficientes sobre su perduración. Pero sí estamos en posición de atender a algunas de las señales del presente.
Supongamos, para fines prácticos, que la era digital nace con el lanzamiento de la computadora personal, en los años ochenta. En tres décadas el panorama es dinámico e interesante. Ha crecido como nunca el número de personas volcadas a pergeñar trazos digitales sobre las fibras eléctricas y las fibras ópticas. Pero sus formatos y códigos no encuentran todavía un equilibrio ni una normalización. Dicho comparativamente, el formato y código de la era de Gutenberg se convirtió en norma desde la primera edición del invento. Aunque los procedimientos se han modificado, el eje de la cultura impresa es la página plana en la que se sitúan pigmentos con afán de significación. La Biblia producida por el padre de la imprenta es objetual y significativamente semejante a la Biblia más reciente impresa por el más nuevo de los industriales de esta especialidad: es la reunión de páginas planas sobre las que se distribuyeron pigmentos adecuados a lo que se quiere decir.
Los códigos y formatos de la cultura digital, en cambio, se han desplazado hacia direcciones diferentes respecto de las primeras etapas del invento, de tal modo que actualmente es imposible “leer” documentos y gráficos producidos en aparatos de hace veinte años. O bien en aparatos simultáneos pero con distintas codificaciones. Y debemos añadir a esto la disputa comercial entre los magnates de los códigos: deben hacerse cada vez más incompatibles con los demás, de forma que los usuarios sean sus cautivos. Aunque hay devotos del código abierto, hasta ahora no es posible una conciliación que augure la semejanza y transferencia para los usuarios.
En este sentido, podemos observar el desarrollo de las dos plataformas tecnológicas dominantes en la computación personal, que continúan por senderos divergentes. Y, más notorio, el doble rumbo que los opuestos fabricantes de instrumentos para lectura de textos digitalizados han seguido. Sus formatos son incompatibles y no se ve que alguno de ellos tenga pensado “permitir” que sus usuarios puedan leer textos emitidos en el formato del otro.
Más llamativo resulta que los grandes industriales de la informática puedan incidir en la vida privada de los usuarios. Recientemente, uno de los gigantes de la venta de textos digitales intervino en línea los aparatos de sus usuarios y eliminó una obra que se suponía de circulación ilegal (es decir, no pagada a ellos). Los usuarios, en esto, se encuentran a merced de los emisores de las obras y no poseen más que magnetismos y electricidades, pero no las obras mismas.
En dirección contraria se encuentra la Internet. Esta Red Mundial permite que millones de usuarios se conviertan en emisores, puesto que la equivalencia de la página impresa es la pantalla (la cambiante pantalla). Cada cual que puede conectarse puede convertirse de inmediato en impresor de sus propios mensajes. Gutenberg al infinito, el conjunto de usuarios produce telegramas, cartas, pasquines, periódicos, revistas, libros y enciclopedias que son el acervo más grande de toda la historia. Nadie es capaz de leer todas las producciones impresas en las pantallas. Ni siquiera el conjunto de todos los usuarios de la Red.
Convertidos en escritores, editores e impresores simultáneos y advenedizos, los usuarios disponen de todas las variantes que se dan en la cultura impresa. Pero, sobre todo, disponen de una más: la despublicación. Cuando, en aquellos tiempos, se imprimían diez mil copias de un texto, había que perseguir diez mil veces a los poseedores de una copia a fin de conseguir que la edición se retirara de la cultura. Incluso, en el campo de la ficción, la quema de libros hecha por el ministro de la iglesia católica en la biblioteca de don Quijote, resulta solamente simbólica, pues muchos ejemplares de esas mismas ediciones quedan libres y salvos en manos de otros lectores más afortunados que el caballero de La Mancha. Fuera de la ficción, la quema de libros por parte de sucesivos dictadores históricos, ya sea en Alejandría, Berlín, Madrid o Santiago de Chile, no acaba con la totalidad de los significados que allí se conservaban, puesto que algunos ejemplares de las ediciones sobrevivieron en otros sitios.
En la Red, en cambio, la publicación de un texto puede fácilmente ser seguida de su inmediata “despublicación”, con lo que desaparecerá absolutamente el significado en cuestión (a menos que se conserve en otros sitios “espejo” dentro de la Red, lo cual equivaldría a un ejemplar de la misma edición que se ha salvado). Millones de lectores pueden ingresar a un sitio virtual a leer algo; pero basta con la cancelación del ingreso para que se haya borrado el “original” virtual y, por lo tanto, equivale a haber quemado todos los millones de ejemplares correspondientes a otros tantos lectores que ya no encontrarán disponible ese significado. Ahora basta una pequeña acción para desaparecer un texto en la Red: muere así una edición completa.
Ya sea por falta de pago, por migración, por una falla en el suministro eléctrico, por censura, por error o incapacidad técnica, o por otros intereses, los contenidos virtuales se encuentran a un tris de desaparecer. Claro que, entre tanta información, no será algo grave que desaparezcan una cuantas páginas o unas cuantas ediciones, pues al usuario le quedan otros cientos de millones de sitios para divergir.
De especial relevancia, por su impacto cultural, es la fluctuante posibilidad de que un texto sea leído o no en cierto momento. La comunidad académica y de la cultura, formada en la era de lo impreso, mantiene ciertas normas y costumbres ya impropias en la era digital. Tomaré dos casos ejemplares para ilustrar este punto. Por una parte, el mundo académico le concede valor especial a ciertas publicaciones y a la cita exacta de ciertos enunciados que se hayan dado a conocer en una publicación. Esto encierra asuntos como acuciosidad, prestigio, precisión, confiabilidad y otros que se toman como valores positivos para el avance del saber y de la ciencia. Pero —escrúpulos aparte— el autor/editor/impresor virtual puede disponer a su gusto de lo que estará publicado. Así, una publicación científica puede modificar sus contenidos en cierto detalle dos semanas después de su emisión original, pues notó los datos del equipo de investigadores de una revista análoga. Quien cite la publicación por su original tendrá enunciados distintos a los citados de la misma fuente quince días después. En beneficio y en perjuicio, la ciencia pierde su base libresca y se vierte a la adenda y el pastiche virtual.
El segundo ejemplo es más ilustrativo. Las instituciones de la era impresa, para fomentar la creación novedosa, otorgaban premios a las obras artísticas inéditas. Los artistas de la era digital compiten por esos premios “despublicando” sus obras. En esta conexión, encuentro lo siguiente en la bitácora virtual de un paisano:

Sábado 30 de mayo de 2009. Concursos de Poesía. Siendo que ya vienen los concursos de Poesía Aguascalientes 2010 y Desiderio Macías Silva, lo que tenía archivado fue eliminado. Estará de nuevo en línea tan pronto se tenga la resolución del jurado. / Publicado por Der Vergifteter en 12:09. 0 comentarios. Junio 2009.[2]

¿Una obra es inédita si se ha publicado en la Red y luego se retira? Tendremos que acostumbrarnos a nuevos conceptos como “despublicación”, “publicación a la fecha tal”, “lapso de publicación” y otras cosas semejantes. Tendremos que, una vez puesto en la Red, al retirar un texto no estamos ante un inédito, sino ante un despublicado. En vez de “publicado en 2009” y dejado a la sucesión del medio en que se halle impreso, un texto puesto en la Red y posteriormente quitado se citará como “lapso de publicación de enero a junio de 2009”.
Nos encontramos en el umbral de una era de costumbres movedizas; ¿nuestros conceptos gutenbergianos deben desaparecer del todo ante esta nueva ética de lo efímero?



[1] Fragmento del libro Sentidos digitales y entornos meta-artísticos (Universidad de Guanajuato / Libros a cielo abierto, Guanajuato, 2009, pp. 53-57).
[2] http://seeleausgift.blogspot.com/2009_05_01_archive.html Consultado en junio 2009. Si la entrada de esta bitácora ya no existe cuando el lector la quiera verificar, queda comprobado nuestro argumento.

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