Retrato de pareja sin paisaje
*Pedro Ángel Palou
I
Ellos
eran hermosos. Lo supieron siempre: los demás se encargaron de recordárselos
desde pequeños. A ella o a él todos los días los adultos les reiteraban su
hermosura ya fuese con palabras o con el embeleso de la contemplación extática.
Lo mismo decían los desconocidos en la calle que su propia familia.
Un día ella escuchó una frase en un
viaje que convirtió en su divisa:
-A quienes somos bellos se nos
permite todo –le sopló al oído una vieja cantante retirada en una estación de
esquí que su familia frecuentaba. Al final de la adolescencia buscaba la calma
de su habitación y el bálsamo de la soledad y el silencio.
Y es que el deporte era la única
actividad importante de ambos: ser sanos además de hermosos. Él también jugaba
tenis con cierta soltura desde muy temprana edad y aunque no necesitaba
filosofía alguna para existir, (el espejo le devolvía cada mañana la dosis
exacta del aplomo que sólo reciben quienes siempre son admirados) se descubría
sin embargo cada vez menos a gusto e compañía de la gente, como si la fealdad
de los otros lo condenara a verse a sí mismo.
Cuando la conoció, por eso, lo
primero fue un asombro absoluto: ¿cómo era posible que existiera alguien así,
perfecta? Si le hubiesen pedido la definición exacta de la hermosura sólo
hubiese necesitado pronunciar su nombre:
-Julia –le dijo ella extendiéndole
una mano delgada, toda su piel una cáscara de durazno idealmente bronceada.
-Bruno –los músculos tensos de la
suya apretando tan sólo un poco.
Los ojos de ella. Los de él. Un
hechizo de miradas. Ella se decía, muy adentro, al fin te encontré en contradicción con la creencia popular que
afirma que las mujeres bellas los prefieren feos para lucir aún más hermosas. Julia
pensaba, en cambio, en el consuelo de despertarse y contemplar, lánguido y
dormido a alguien más hermoso que ella. ¡Qué
alivio!, seguía su mente mientras recogía su raqueta y sus pelotas y le
daba su teléfono y le decía que sí, por supuesto, podría llamarla.
Los uniformes blancos de tenis de
ambos, diminutos y precisos. La falda de ella, una sonrisa encima de los
muslos. El polo de él suavizando apenas los bíceps de los que sobresale una
vena.
Él la ve alejarse. Ella voltea, todo
su ser esos dientes que lo invitan a seguirla.
II
Seis
meses duró el cortejo. Aunque la palabra no puede ser más imprecisa. No había
necesidad alguna de perseguirse: la belleza de ambos los había reunido en un
abrazo intemporal, como si se conocieran de siempre Una belleza al cuadrado que
para muchos era ya intolerable. ¿Cómo se puede, por ejemplo, compartir un
restaurante y no odiarlos? Lo que en singular es admiración, por duplicado
provoca rechazo. ¿De dónde podían haber salido esos dos hermosos, gemelos de
idéntica suerte? Cuando una pareja común y corriente se besa con desacato los
demás sienten una extraña incomodidad en la entrepierna. Cuando ellos se
besaban la reacción era de envidia verde y muda.
El exceso de los otros produce
avaricia en la magritud nuestra.
Las familias de ambos los
acompañaron con sus dos mejores dones: mucho dinero e igual cantidad de indiferencia.
La luna de miel, un lugar común: Venecia.
Ella era una maniática de la
planeación. Había estudiado cada calle, cada puente. Reservó la góndola del
domingo siguiente a la llegada, el restaurante y el menú de la primera cena,
los boletos de una ópera en La Fenice,
trazó el itinerario de los museos después de haber estudiado qué cuadros,
cuáles autores. Él se dejaba llevar, con la inconsciencia de quien cree que
después de la primera noche poseerá para
siempre el cuerpo de su mujer, su deseo casi único.
Ella creía en la virginidad, era su
segunda religión. La primera fe, en cambio, sólo podía debérsela a la
hermosura.
III
Salieron
del banquete de bodas pitando, subieron a un avión como si no los separase ya
nada de lo que imaginaban su paraíso. Él bromeaba:
-Al fin, en el nirvana de tu
cuerpo-, y la besaba y tocaba mientras una aeromoza les servía más licor y
miraba con desacato el miembro del hombre engrosándose debajo del pantalón.
Un vaporetto los llevó a la alcoba nupcial. Así la llamaba ella
siempre. Los esperaba un ramo de rosas, la consabida botella de champán
helándose, un caja de chocolates.
Se desvistieron con prisa, con
torpeza. Bebían y brindaban y reían. Si esto es la felicidad, pensaba ella, no
quiero abandonarla nunca.
Luego le pidió permiso para
cambiarse. Había comprado para la ocasión un hermoso camisón de seda, cortísimo
y precioso. En el baño se contempló, radiante, ante el espejo. Una diosa le
devolvió el guiño en el azogue.
Él la esperaba desnudo encima de la
cama. Los músculos marcados como los de un mármol del renacimiento. Ella
improvisó un baile, primero sobre la alfombra, luego encima de las piernas de
ese hombre que ahora la penetraba y la hería y le daba un gran placer.
Un hilito de sangre se deslizó
afuera de su cuerpo, mojó los muslos de su macho, apenas la sábana. Se imagino
a sí misma como un centauro, mitad ella, sus pechos, el torso delgado y fuerte,
la otra parte el miembro de él, sus piernas fuertes, con vello.
El eyaculó, demasiado aprisa, luego
la besó, ambos lloraron, abrazados.
IV
Se
despertaron a media noche y volvieron a hacer el amor, con menos intensidad
pero mayor ternura.
Los días siguientes, tal y como ella
lo había planeado, fueron una sucesión de paseos y besos y acoplamientos. Se
enamoraron de la ciudad. Se enamoraron, también y al fin, el uno de la otra.
Fue él el de la idea:
-¡Quedémonos a vivir aquí!
Ella asintió. Avisaron en sus casas,
pidieron remesas. Abrieron cada uno una cuenta en el mismo banco. Compraron un
departamento en el Canareggio con su puerta principal dando al canal grande. Y
luego un pequeño yate. Y un perro, enorme y negro.
Varios meses duró el ir y venir del
hotel al lugar. Los arreglos del baño, la decoración de las habitaciones. La
madre de ella se escapó unos días
para visitarlos, para darles ideas y un giro bancario exageradísimo:
-¡Para que no les falte nada! –les
dijo al despedirse- les ha quedado preciosa su casa, niños.
Los primeros días, acabado el
proyecto común, fueron un repaso de las noches en el hotel. Hacían el amor en
los lugares más insospechados del departamento. Encima o debajo de las mesas,
pegados a las paredes y las puertas, en la bañera caliente e incluso, un día,
en el yate que detuvieron peligrosamente cerca de Lido.
A la isla iban dos o tres veces a la
semana a jugar tenis en el hotel o a descansar, simplemente, en la playa. El
Adriático a sus pies como su piscina particular.
Ella fue la primera en sentir
aburrimiento, aunque la palabra al principio no se atreviera a pronunciarla. O
a pensarla siquiera. Se quedaban callados con cierta incomodidad, como si
faltara el aire. Se miraban, recuperando apenas la confianza.
Nada hay, sin embargo, más penoso
que una conversación que sobrevive.
V
La solución parecía simple, hacer
algo. Se inscribió en un curso de restauración de arte. Ahora, además de
contemplar la hermosura, podía cuidarla, limpiarla, retocarla: ¡todos esos
lienzos y retablos a su disposición!
La actividad, con los meses se
convirtió, como todas las pasiones, en exclusiva. Lleno la sala de libros de
arte y se pasaba las tarde mirando reproducciones de Bellini o de Tiziano.
Él no parecía darle importancia,
preocupado en un nuevo gimnasio que instaló en el departamento y que le
permitía no perder la forma, a pesar de vivir en una ciudad donde el deporte no
podía ser la actividad central.
Un día, con cierto hartazgo se lo
dijo:
-Venecia es una ciudad de viejos.
-No digas tonterías.
-De verdad, ¿has visto niños, como
no sean los de los turistas?
-Pocos, como todo Europa. ¿A qué
viene eso, Bruno?
-No lo sé. Era sólo una observación.
-¿Y te molesta, acaso? ¿Los
necesitas?
-No, te digo que era sólo una
observación.
Así descubrieron lo que era
inevitable: la belleza del otro no les bastaba. Se comenzaron a mirar como se
observan dos extraños. Ella, por ejemplo, encontraba ciertos gestos en él que
le eran desconocidos. Él, por su parte, encontraba odioso que Julia dejara
invariablemente sin tapa la pasta de dientes. O que no cerrara la puerta del
baño cuando orinaba. Nada se decían de esas pequeñas molestias que como una
comezón o una urticaria cada vez se volvían más frecuentes. Acaso ese amor
requería de un espacio de reserva, de un territorio de intimidad y de secreto
que entre ellos no existía. Con Bruno, pensaba ella, hay que decirlo todo.
El segundo año enfermó su perro,
enorme, y hubo que sacrificarlo. El tumor había crecido tanto, les explicó el
veterinario, que era imposible extirparlo. No lo lloraron. Abandonaron su
cuerpo en la clínica y no dijeron nada, el uno a la otra, sobre su muerte
piadosa pero repentina.
-¿No lo extrañas? –él.
-¿A quién? –ella.
-A Fabricio –se refería al perro- ¿a
quién más? –él.
-No lo sé. He estado demasiado
ocupada para pensar en el perro. Además era tuyo -ella.
-¿Mío? Fuiste tu la que lo compró
–él.
-Para regalártelo. Necesitabas
compañía –ella.
-¿Compañía yo? Te tenía a ti –él.
-¿Cómo que me tenías? ¿A dónde me he
ido? –ella.
-¡Yo qué sé! Hace meses que no estás
aquí. ¿Ya no me quieres? –él.
-¡Cómo no voy a quererte, no digas
tonterías! –ella.
Ella y él ocultan sus pensamientos,
callan sus palabras en un abrazo. El placer, aunque intenso, por primera vez
los asfixia.
VI
En su
décimo aniversario él le regaló un anillo antiguo, rubiés y diamantes que un
anticuario del antiguo Ghetto le había conseguido por catálogo. Era una
reproducción hermosa del que llevaba una madonna
de Bellini que ella adoraba.
Ella se olvidó de la fecha, atareada
como estaba en su obra más grande hasta entonces, la restauración del retablo
de San Juan Crisóstomo.
-¡Soy una idiota, Bruno, no tengo
regalo para ti!
Quizá porque la belleza es también
una herida, él la miró con el mismo asombro de la vez primera, cuando se dijo
que era imposible que existiera una mujer más perfecta y no le dio importancia.
Ella era su mejor regalo.
Para entonces sus vidas eran ya,
como las de todas las parejas pasado el tiempo, más divergentes que paralelas.
Él consumía todas las mañanas y parte de las tardes en Lido, jugando tenis con
desconocidos o golf con dos amigos italianos. Ella devolviéndole a Venecia el
color y la belleza, con la meticulosidad y la parsimonia de quien se sabe
eterna.
Y es que ese es otra de las
ilusiones de los hermosos, que durarán así, inmarcesibles por siempre. Hasta
que una mañana el espejo les devuelve un rostro que no se parece ya a su
rostro, un cuerpo menos magro, una arruga profundamente incómoda.
Al principio, además, sus familias
los recordaban. Les escribían, les hablaban por teléfono, hasta venían a verlos
por unos días los veranos. Él supo de la muerte de su padre por la notificación
de la herencia, cuantiosa aún después de dividirla entre cuatro hermanos. Ella
había perdido la cuenta de los divorcios de su madre e incluso no recordaba el
nombre de su último padrastro, a quien había conocido en Venecia:
-Vine sólo a presentártelo, ¿no es
maravilloso? –le decía ella al despedirse, siempre con lágrimas. Los hombres de
su madre cada vez se acercaban más peligrosamente a la edad de Bruno o a la
suya misma.
-¿Y si tenemos un hijo? –él, una
tarde, out of the blue.
-¿Un hijo? –ella, asustada.
-Si, un hijo. No dije un monstruo
–él, hastiado.
-Nunca hemos hablado del tema. Es
más, nunca he pensado en tener un hijo –ella, decidida.
-¿Por qué no? –él, como si fuera
igual a comprar otro perro.
-¡No lo sé! De verdad, lo que menos
necesito ahora es un hijo –ella, tajante.
-¿Entonces cuándo? –él, ya sólo por
molestar.
-¿Te parece suficiente respuesta nunca? –ella, que lo sabe y también
desea perturbarlo un poco.
VII
Muchas
veces las conversaciones o las discusiones giran entonces en torno al niño –nunca
es niña, quizá porque es él quien lo plantea-, como si su sola mención fuese
suficiente para entrar a un territorio común, ellos dos quienes ya sólo
comparten la belleza.
De la belleza de él, ella se percata
un día, cuando le mira el cabello, con canas en las patillas, encima de las
orejas. Hace tiempo que ni siquiera sabe quién le corta el pelo o que shampoo
utiliza. Bruno está más hermoso que nunca, como un dios a quien la edad sólo le
agrega misterio, personalidad.
-¿Aún me necesitas? –ella, que
conoce la respuesta.
-Siempre, amor –ella tiembla cuando
escucha la palabra, como si significara algo.
Lo hacen, de nuevo. El amor- ¿Cuánto
tiempo hace que no lo veía desnudo? Lo toca, se excita. Está toda húmeda, como
si hubiese llovido dentro de su cuerpo. Una tormenta, pegajosa y dulce.
Se deja llevar en ese sueño,
sostenida por los brazos de ese hombre, un desconocido.
Duerme con esa idea, que le molesta: nunca ha sabido quién es Bruno. Y ella, ¿quién es ella?
Duerme con esa idea, que le molesta: nunca ha sabido quién es Bruno. Y ella, ¿quién es ella?
Los meses siguientes Julia intenta
todo. Es un arsenal de ideas para estar juntos. Lo acompaña a Lido, pero ya no
es una rival interesante en la cancha de tenis y nunca ha jugado golf. Le pide
que la acompañe a la nueva iglesia, Santa Lucía, en donde ha estado trabajando
por varios meses. Él acepta. Le encanta verla trabajar con la precisión de un
niño que ha armado mil veces el mismo rompecabezas.
Salen juntos, por las noches. Al
teatro, a la ópera. Simplemente a cenar. Él es un guía experto en los nuevos
lugares de la ciudad.
Entonces Julia se da cuenta: lo ha
abandonado. Se han abandonado. Se lo dice, con pena. Él asiente pero le responde
que no importa, que siempre podrán empezar de
nuevo. Ella ríe, ¿de nuevo? ¿No será este un síntoma del inicio de la
vejez, necesitar la compañía de Bruno por vez primera?
Compran su segundo perro.
VIII
Los
tres envejecen en el departamento ahora pasado de moda de Canareggio. Cumplen
cincuenta y pocos años. La madre de Julia muere, también, como mueren todas las
madres algún día. Ella va sola al entierro, pese a Bruno.
-Yo debo acompañarte –él, idiota.
-¿Debes? –ella, enojada
-Bueno, tengo –él, más idiota
-¿Tienes? –ella, más enojada.
-Bueno, quiero –él, ya sin poder
arreglarlo.
Ella está más hermosa que nunca, hay
cosas que sólo la edad logra con el cuerpo, o con la mirada. ¿Desde dónde mira
Julia, se dice Bruno ahora que la contempla empacar?
-Déjame acompañarte.
-De todas maneras ya sólo voy al
entierro. Quédate con el perro. Yo regreso en una semana.
Una frase puede tener, con el
tiempo, el peso de una lápida. Sobre todo si la frase nunca se cumple. Las
primeras tres semanas Julia le habló para decirle que se quedaría más tiempo.
Luego no telefoneó. Su voz llegó, muda, por carta. Era una larga carta. Pero
repetía lo mismo: no pensaba volver. Había sido un error. Un error demasiado
largo y costoso. Lo amaba, sin duda, pero necesitaba un poco de aire, de
libertad. ¡Ser ella misma!
Así, con signos de admiración lo
leyó él. Le habló por teléfono, para escucharla decir lo mismo. Una y otra vez
cien veces le habló y le escribió durante un año pidiéndole que volviese. Una y
otra vez le dijeron no, no, no.
-¡No, eso nunca! –ante la propuesta
de él de alcanzarla.
Un día él también se hartó del mismo
repetido no, no, no. Y dejó de hablarle. Los siguientes años, con urbanidad,
supieron el uno de la otra por las pequeñas tarjetas de cumpleaños, por los
espero que estés bien, te quiero mucho que ambos escribían, resignados a no
verse más.
Él quitó las fotos de ella del
departamento, cambió de deporte. La pesca submarina requería más concentración
y paciencia. Ella tenía siempre un nuevo contrato en alguna iglesia de su país
para devolverle la vida a los cuadros que más amaba.
Él descubrió que hacía tiempo que no
la necesitaba, incluso cuando estaban juntos.
IX
-Regresé, ¿me das asilo? –ella, una
tarde, después de tocar la puerta y entrar con dos maletas, como si se hubiese
ido ayer.
-Adelante, pasa, pasa –él que la
mira, hermosísima a sus setenta años. Ha decidido no pintarse el pelo, casi
blanco. Él se lo toca.
-A los que somos bellos se nos
perdona todo –ella, irónica- incluso las canas.
Lo mira. Él no ha perdido casi cabello
y lo tiene más negro que ella. Sigue fuerte, musculoso, la piel dorada por el
sol.
-¿Cómo te mantienes tan bien? –ella,
perpleja pero divertida- ya parezco tu hermana mayor.
-Pesca submarina –él que se divierte
aún más con su mirada
-¿En serio? –ella.
-¿Algún día no te he hablado en
serio? –él.
Después de cenar él le dice que
puede dormir en la cama, que él se preparará el sofá.
-Pensé que dormiríamos juntos –ella,
le besa en los labios.
-¿Dormirías con un desconocido en tu
primera cita? –sigue él.
-Me has hecho falta, Bruno –ella, lo
abraza ahora y le toca las nalgas.
-Tú también –él- me ha costado mucho
olvidarte.
-¿Y lo conseguiste? –ella.
-No del todo –él.
-¿Y mis fotos? –ella.
-Guardadas –él.
-¿Y el perro? –ella.
-Muerto, han pasado muchos años. Ya
perdí la cuenta –él.
-Pero nosotros estamos vivos –ella.
-Sí –él, que la desnuda sólo para
decirse, por enésima ocasión que es imposible que exista una mujer tan
perfecta.
-Hemos sido estúpidos –ella.
-Quizá –él, que la penetra y la
abraza y no quiere nunca más salirse de ese cuerpo.
Ella lo besa en el pecho, acaricia
los vellos blancos del hombre que nunca fue suyo.
Antes de dormir se lo dice:
-Nunca fuiste mío.
-Nunca somos de nadie, Julia, ni
siquiera de nosotros mismos.
X
La
enfermedad, sin embargo, es más dolorosa que la belleza. Bruno se percata que
Julia regresó a morir. Cáncer de páncreas. Unos meses le quedan, tan solo, pero
no le dijo nada. Al principio. El dolor no puede ocultarse.
No, además, un dolor tan fuerte. Al
principio ella lo mitigó a escondidas, con supositorios de morfina. Es difícil
que el sudor frío a medianoche, que el grito desesperado en la ventana, que la
mueca de desaliento no se noten.
-Estás muy enferma –él, incrédulo.
-Muchísimo. Mucho más de lo que yo
quisiera –ella, sincera.
-¿Desde cuándo? –él, todavía
molesto.
-Lo supe un mes antes de venir a
verte. No me quedan sino unos cuantos días. Ayúdame a soportarlos –ella,
descubierta.
-Por supuesto -él, que llora, no
puede soportarlo.
-Ven, abrázame fuerte –ella.
Después de incinerarla sacó todas
sus fotos de nuevo. Llenó de imágenes el departamento. Un espejo múltiple de
Julia se la devolvía cada mañana, transfigurada y repetida. A los veinte, a los
treinta, a los cuarenta, apenas recién llegada a los setenta. Una década tan
solo se le escapaba, imperceptible. Y mientras más la miraba más se decía que
era imposible que una persona tan perfecta, tan hermosa, pudiese haber
existido.
Un día el pasado se desvaneció del
todo y él vino a habitar un presente ciego, perpetuo, lleno de ternura y de
maniáticas repeticiones de viejo. Entonces empezó a hablarle en voz alta, a
explicarle cada uno de sus movimientos y sus gestos: estás muy hermosa esta
mañana, voy a salir, ya vuelvo, no tardo o necesitamos pan, me hace falta mi
medicina, me duele desde ayer una muela.
Nunca estuvieron tan juntos.
*Pedro Ángel Palou (Puebla, 1996), es doctor en
ciencias sociales por el Colegio de Michoacán. Su libro La casa del silencio,
aproximación en tres tiempos a Contemporáneos ganó el Premio Nacional de
Historia Francisco Xavier Clavijero en 1998.
Ha sido profesor visitante en la Sorbona, Paris V René Descartes en el
Centro para lo actual y lo cotidiano, en Dartmouth College y ahora es profesor
de estudios latinoamericanos en Tufts University. Obtuvo también como novelista el premio
Xavier Villaurrutia en 2003 y fue finalista del Planeta-Casamerica con El
dinero del diablo. Ha discutido sociológica e históricamente el siglo XIX en su
libro La culpa de México, la invención de un país entre dos guerras y también
ha obtenido el premio latinoamericano de ensayo René Uribe Ferrer en Colombia
por su libro La ciudad crítica, América Latina y sus intelectuales. Su trilogía Muertes históricas dedicada a
Zapata, Morelos y Cuauhtémoc se ha engrosado con Pobre Patria mía, la novela de
Porfirio Díaz y recientemente con su No me dejen morir así, recuerdos póstumos
de Pancho Villa, con lo que ocupa un puesto central en el renacimiento de la
novela histórica en nuestro país.
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