DE LA ESCRITURA LITERARIA
*Mauricio Miranda
“La complicidad se establece
entre el escritor y el lector
en el plano de los fantasmas
inconscientes”[1]
El perro que siempre estaba por
ahí, que nunca ni siquiera había ladrado, de repente muerde en la cara, la tranquilidad
se torna en miedo de muerte, si se tiene suerte se alcanza a llegar al
hospital, por el rostro vendado se cuelan las palabras que intentan explicar lo
sucedido: ‘Me desconoció’.
La realidad es
como ese perro, lo común un buen día se desvanece, la comprensión queda sujeta
por cuerdas roídas y las preguntas de la infancia van reventando los hilos
restantes ¿por qué gira el mundo? ¿por qué las nubes son blancas? ¿en verdad me
quieres?
En la soledad no
hay nadie que diga: Ya duérmete. Claro que sí ¿cómo no te voy a amar? No, nunca
me voy a morir, duérmete.
Pero la
conciencia vuelve a abrir los ojos, siempre está ahí, esperando, no hay nadie con
vida que se le esconda, hurga persona adentro con sus largas uñas en busca de
algo significativo ─los depresivos
saben lo inútil y doloroso que es este ensañamiento terapéutico─, las palabras huecas pierden su capacidad
de distraerla, no se le puede sepultar con frases como ‘buenos días’, ‘¿cómo te
ha ido?’ o ‘qué caro está todo’, algunos intentan deshacerse de ella respirando
solventes, inhalan ese gas ácido para corroer las neuronas, para escuchar cómo
crepitan sus cuerpos celulares mientras se calcinan. Fuera del cráneo, los
rostros de los drogadictos sonríen adormecidos, no quieren volver a sufrir y se
acercan la bolsa con cemento y vuelven aspirar con todas sus fuerzas, buscan
llegar hasta el fondo, donde se repliegan en un rincón las últimas neuronas, que
intentan correr, pero están amarradas por sus dendritas, mandan señales de
alarma y de angustia a sus compañeras muertas y quizá entonces entienden que no
se puede escapar porque todo es vacío, porque todo lo comprende el vacío…
“—Cuando
el bebé estaba a punto de nacer —murmuró— le oía gritar incluso dentro de la
matriz. Aferraba sus deditos a las paredes, quería quedarse allí, pero las
enfermeras y el médico me dijeron que empujara, que le hiciera salir. Y cuando
asomó la cabeza, las enfermeras gritaron: «¡Tiene los ojos abiertos! ¡Lo ve
todo!». Entonces salió el resto de su cuerpo y quedó sobre la mesa, lleno de
vida.
Al
mirarle, me di cuenta en seguida. Sus piernas diminutas, sus bracitos, su
cuello delgado y una cabeza tan terrible que no podía apartar los ojos de ella.
El bebé tenía los ojos abiertos y la cabeza... ¡también estaba abierta! Pude
ver su interior, hasta allá donde
deberían brotar sus pensamientos, pero no había nada. «¡No tiene cerebro!»,
gritó el médico. «¡Su cabeza es sólo una cáscara de huevo vacía!» Tal vez el
bebé nos oyó, pues su gran cabeza pareció llenarse de aire y alzarse de la
mesa. La volvió a un lado y luego al otro, y se quedó mirándome fijamente. Supe
que lo veía todo en mi interior.”[2]
Tanto el nacido sin sistema
nervioso, como el que lo va destruyendo noche a noche, conocen el final del
camino, donde no se puede dar un paso más y aunque un niño insista en que, si
al infinito se le suma un uno, el resultado será más grande que el infinito, eso
no es posible, porque el infinito ya tiene todos los números adentro y no se
puede explicar por qué no se puede, pero así es, es tan obvio como existir aquí
en un universo que ni siquiera es infinito y que flota en ningún lugar.
Claro, es común oír: los granos de
arena del mar son infinitos, pero sólo es una forma de hablar, para contar los
granos sólo hace falta mucha paciencia y un lugar donde poner los ya contados
para no revolverlos, depositarlos ahí con cuidado para que no se vayan a
fragmentar al caer y entonces no cuadren las cuentas.
Y sin embargo
escribir no es divagar, no es hablar de dos, tres, mil cosas que se bifurcan y
penetran en la mente como la raíz de una planta venenosa. Los que escuchan las
palabras no buscan distractores, sino algo olvidado: el sonido, el sabor de las
palabras que la madre les derramaba en los oídos mientras comían de su pecho. El
lector no busca comprender al mundo, sino recrear la sensación de estar
arropado, recupera entre las líneas parte del arrullo que se había disuelto en
el pasado, “el libro es un espacio habitado por la madre, en su presencia más
carnal”[3].
Comprender, exigir explicaciones, es un camino seguro para el engaño, es
incapacidad para disfrutar la poesía, es creer que el perro es lindo y que se
puede acercar el rostro para recibir agradables lengüetazos.
A Rimona[4] le
acaba de decir su esposo que la va a dejar, se siente harto de todo y quiere
ser libre y no piensa volver nunca. Ella ha tenido dos embarazos y los dos han
fracasado, se siente abatida, pero hasta ahora ha cumplido con los deberes
impuestos por la sociedad, ha seguido paso a paso los movimientos de la rutina
y ha evitado contradecir a su esposo. Ella le dice: está bien, vete; ella le
preparará la maleta para que nada le falte, y él le dice: toma asiento para
explicarte, pero ella rechaza las explicaciones, recuerda cuando su padre estaba
muriendo en el hospital, ella le tomaba de la mano y un doctor le dijo que
fuera a su oficina para explicarle lo que sucedía, pero ¿de qué sirve saber qué
las células se desquiciaron y ahora destrozan todos los órganos? Ella le dijo
al doctor que no necesitaba de explicaciones; no hacían ni hacen ahora ninguna
falta, no se puede correr, no se puede huir con el propio cuerpo a cuestas…
no hallarás otra tierra ni otro mar
[…]
la vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra[5]
*Mauricio Miranda (1974-2015). Publicó en el 2007 el libro No morirás del
todo, Instituto Cultural de León y en el 2004 el libro La mujer abeja,
Ediciones Media Luna. Aparece en la antología de cuento del 2001, Palabras
Germinales, de Editorial La Rana y en la antología del 2009, Una cierta alegría
en no saber a dónde vamos, del Instituto Cultural de León. Becario en dos
ocasiones del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato en: Estímulos a
jóvenes creadores (2000 y 2003) y Coordinador del taller de creación literaria de
la Universidad Iberoamericana León 2006-2008.
[1]
Michelle Petit. Lecturas: del espacio íntimo al espacio público. Pág. 98.
[2] Amy Tan, El club de la buena estrella, pág.
45.
[3]
Michelle Petit. Lecturas: del espacio íntimo al espacio público. Pág. 73.
[4]
Personaje de la novela “Un descanso verdadero” de Amos Oz.
[5]
Versos del poema La ciudad, de Konstantin Kavafis.
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